sábado, 26 de abril de 2008

Un verdadero tesoro







Rumores infundados los que llegan a mis oídos. Parpadeo atónito una vez más, pues mis ojos, abiertos como platos, no pueden aguantar la intensa luz del sol. No salgo de mi asombro. ¿Un mundo perfecto en el que todos viven en paz y armonía? No creo que sea cierto. Será un vago cuento que vuelve a intentar cambiar la historia, como aquellos que trataron de hacer de este un mundo más libre, más justo... pero nunca lo lograron. No hay unidad entre los hombres. La codicia y la envidia rompieron los lazos que nos unían y ahora, sólo los fantasmas de aquellos que intentaron mantener la causa viva lloran esta lastimosa pérdida. Se ha perdido la esencia humana. ¿Por qué tratamos de buscar lo que nos separa si eso es tan fácil de hallar? A veces pienso en lo estúpido que resulta observar el exterior de las cosas.

Recuerdo que durante mi infancia, me encantaba subir a la buhardilla de mi abuelo. Aquel lúgubre sitio lleno de telarañas, era el lugar más increíble en el que un niño se puede encontrar. Era como jugar a encontrar el tesoro. La X marcaba el lugar. Entonces no era consciente, pero ahora me doy cuenta de que Hugo, mi hermano mayor, nunca se sorprendía de las cosas que encontrábamos allí. "Otra baratija más que el abuelo decidió olvidar aquí. Por algo será", decía. Con 17 años, había perdido esa capacidad que ójala nunca me abandone. La capacidad de sorprenderme por todo aquello que veo; por todo aquello que toco o huelo; por las mil y una historias que mi abuelo aún me sigue contando en el sofá del salón. Cada cajón polvoriento era como un cofre que yo, con mi pata de palo, mi parche y mi loro al hombro, debía conseguir abrir. Unos cedían fácilmente y en su interior no había más que "porquería", como decía mi hermano, que acabó por dejar de subir a ese rincón olvidado de la casa. Yo seguía en mi empeño por encontrar grandes tesoros. Me volví un tanto selecto porque, aunque no dejaba de sorprenderme por las cosas que encontraba en cajones y baúles de fácil acceso, empecé a dejar los objetos que hallaba un poco de lado.

Pero entonces lo encontré a él. Un baúl mugriento y cubierto de polvo en un rincón de aquel sombrío ático. Era un cofre bastante antiguo. Parecía como si ese tesoro que andaba buscando por las playas de mi pensamiento hubiese aparecido ante mis ojos de repente. Tiré del cierre, pero éste no cedió. Volví a tirar con más fuerza y caí al suelo dándome un culetazo. ¿Por qué estaba tan bien cerrado ese trasto tan viejo? La primera idea que pasó por mi cabeza fue la de algo demasiado valioso para ser desvelado. Quizá mi abuelo tiene atrapada a la verdad ahí dentro porque la encontró y no quiere que se le escape. O quizá cientos y cientos de esos doblones que ganó como pirata en las costas del Caribe. Nunca me cansaba de oir las historias que me contaba antes de irme a dormir, las noches que mis padres me dejaban allí. Tenía que llegar al fondo del asunto como fuera. Pasaba el tiempo y mi relación con el interior de aquel cofre era nula. Lo saludaba cuando llegaba, pues aquella gran carcasa era ya parte de mi vida. Me tiraba horas y horas observándolo como un pasmarote sin saber qué más decir. Me despedía y seguro que ni siquiera se habría dado cuenta de que me iba.

Ya le había hablado al abuelo de mi gran hallazgo en el ático, y el se reía siempre que se lo recordaba. Una noche, como si tratara de ayudarme en mi búsqueda, me habló de sus andaduras por los páramos colindantes. Me habló de un árbol. Un sauce a la orilla del río que era la puerta hacia todos aquellos lugares a los que deseas acceder y sientes que no puedes. Me dijo que me sentase allí, que cerrase los ojos y que sintiese la voz de la naturaleza. Yo, desde mi ingenuidad, hice caso a la voz del tiempo, que representaba para mí toda la sabiduría del mundo. Me acerqué al árbol a medio día, me apoyé en su tronco y cerré los ojos. Cuando mis luceros se abrieron de nuevo estaba atardeciendo. Me había quedado dormido y, realmente, no sabría decir si llevaba allí sólo unas horas o siglos enteros. No había pasado nada. No había oído nada. Me levanté con la cabeza gacha y decepcionado, pues mis ilusiones se habían esfumado bajo aquel sauce. La naturaleza había robado mis sueños de infante en un momento. Al levantar la mirada ví el hueco. El hueco que me devolvió a la niñez de la que aún conservo rasgos. Metí la mano apresuradamente y agarré una llave tan grande que casi no me cabía entre ambas manos.

Corrí todo lo deprisa que pude hacia casa y, después de decirle a mi abuelo que un tesoro me esperaba, subí las escaleras precipitadamente. Llegué a la buhardilla con la lengua fuera, sudando y con los ojos brillándome más que nunca. Yo creo, que si esa noche nu hubiese habido luna llena, mis ojos podrían haber iluminado la bóveda celeste. Introduje la antiquísima llave en la oxidada cerradura. La tomé por el mango y comencé a girarla. Mi corazón latía cada vez más deprisa. No sabía qué narices se escondía ahí dentro. El último "clic" fue demasiado para mí. No podía abrirlo. Es una sensación extraña la que te invade cuando, teniendo algo tan al alcance de la mano, no eres capaz de llegar hasta el final. Al fin, me armé de valor y levanté la tapa con todas mis fuerzas. Las bisagras chirriaron y la tapa cayó sobre una pila de libros muy antiguos. El polvo nubló mi vista y me provocó tos durante unos instantes. Cuando recuperé la visibilidad, eché una ojeada dentro y lo que ví me sorprendió muchísimo.

Libros viejos, papeles, los mismos trastos que había ido encontrando hasta entonces. Bajé apesadumbrado las escaleras y, desconsolado, sollocé entre los brazos del abuelo. "Un gran tesoro, no es aquel que se consigue tras una breve y facilona búsqueda. Un gran tesoro es el que descubres cuando vas más allá que el resto", dijo mientras me abrazaba. La verdad es que no lo entendía, pero una extraña sensación conciliadora pasó por mi mente. ¿Quizá no estuviese todo perdido aún? Aquella noche no podía dormir. La frase del abuelo revolvía mis pensamientos a cada segundo. Decidí levantarme y, a hurtadillas, recorrer los oscuros pasillos de la casa. Las tablas de madera crujían bajo mis pies a cada paso que daba. Estaba dando un recital de tablademaderavieja en si bemol. Buscaba una vela desesperadamente porque, a pesar de la luna llena, la oscuridad era considerable. Mi abuelo apareció de repente con un candil en la mano. "¿Vamos juntos?", preguntó, y yo asentí miedosamente.

Cuando llegamos al desván me dio la vela. "Los verdaderos tesoros los debe encontrar uno mismo. Ve", me susurró al oído, y me empujo hacia delante. Caminaba despacio y temeroso, echando al dos por tres la mirada hacia atrás. Saqué todos los trastos que me habían decepcionado aquella tarde y recordé las películas de castillos, donde siempre había lugares secretos para esconder cosas. El arcón era tan grande que me pude meter dentro. Cerré los ojos y mantuve la respiración. Palpé suavemente y noté una pequeña rendija en el fondo. Tiré con todas mis fuerzas, pensando que ni Hércules hubiese sido capaz de labrr tal hazaña, y la tapa cedió. Había una cavidad a parte. Lo que allí encontré si que fue el mayor tesoro que un niño puede encontrar.

Un libro harto grueso que recopilaba escritos de varios siglos; un colgante que aún llevo puesto en mi cuello y otra cosa más... algo que prefiero no desvelar qué es pero que ella guarda con cariño. Y digo ella porque mi vida ahora es un pequeño tesoro diario. Tengo un trabajo en el que sólo triunfas si eres capaz de ir un paso más allá que el resto, pues lo usual y lo convencional ya no resultan rentables. Mi vida profesional es una búsqueda constante de tesoros bien ocultos, de esos que realmente merecen la pena. Esos tesoros que solo encuentras si levantas la última tapa, algo que puede resultar muy peligroso. Para vencer hay que arriesgar, y la vez que más he arriesgado me salió bien. Fui capaz de abrir todas las puertas que separaban nuestras estancias, de llegar hasta donde ninguna otra persona había sido capaz de llegar. Ella me entregó su mayor tesoro, su amor y su vida. Yo le entregué ambas cosas, pero además le regalé ese pequeño hallazgo que encontré en el baúl del abuelo. Ese que nunca llegaréis a saber qué es y que guarda en su seno. El tesoro más perfecto está completo. Mi tesoro. Si ella se pierde, incluso yo moriré con ella. Mi mundo ya está lleno de paz, armonía y, sobre todo, de cariño y amor humano.

Siempre recordaré al abuelo sonriéndome desde las escaleras con las velas en la mano al verme llegar corriendo con el libro, el colgante y un verdadero tesoro reflejado en mis lágrimas de alegría y en mi ufana sonrisa.


1 comentario:

petra dijo...

Porque lo bueno de la vida está en esas pequeñas cosas escondidas en un baúl, en esos pequeños detalles que recordamos, en esas historias que nuestros abuelos nos cuentan mientras están sentados en un sillón.

Y al darnos cuenta de esas pequeñas cosas, como bien dices tú, conseguimos ir más allá que el resto.